lunes, 17 de noviembre de 2008

Besieged


Hay veces en las que uno cae rendido ante el comienzo de una película, no hay mucho que hacer ante el hechizo. La resistencia parece fatigarse a medida en que las imágenes de un país africano y el nombre de Bernardo Bertolucci como responsable del film han abordado nuestras mentes de un instante a otro. Termina "El tío Adolfo" -documental-fiction- en canal 22 un domingo a las 10:30 de la noche, hemos terminado la cena y nuestra charla no parece tener algún centro en particular, conversamos a la deriva y no tememos quedarnos en medio del mar; el silencio no es tan malo después de todo, menos cuando lo provoca un comienzo de película que nos dice tanto sin explicarnos que sucede en la primera media hora. Sólo veíamos transitar acciones y convivir a las personas de oscuras pieles. No hubo personajes ni el bosquejo de una historia. Bertolucci hizo de la descripción una sutil manera de narrar al comienzo de esta cinta. Carteles pegados en las paredes, militares queriendo gobernar en ellos. Música, tambores, instrumentos de cuerda hechos con madera, canciones de pocas sílabas, pobreza a leguas, un maestro de escuela capturado y una mujer joven, Shandurai, que llora de miedo y rabia ante la impotencia, ante los demonios del poder que gozan de las armas y no dudan en utilizarlas para someter al pueblo. África en 15 minutos por Bertolucci. Genial. No hay diálogos. La gente se comunica riendo, silbando al cruzar la calle, saludando o simplemente ignorando al vecino de junto. Shandurai, estampa fiel de esa África maniatada, un par de escenas después ya no sufre opresión, ahora vive sola en Europa y estudia medicina. Que alguien se atreva a llamarla cobarde por huir de semejante infierno. Trabaja limpiando el hogar de un pianista por momentos brillante, aunque lejos de llegar a ser un virtuoso -no toca en público por falta de confianza en si mismo-. Jason Kinsky, el compositor, la mira fijamente cada vez que se retira de la habitación, sospechamos que tratará de intimar con ella, sospechamos de una obsesión del hombre maduro por la joven africana. Y no erramos: llega el punto en que se rasga las vestiduras y le implora matrimonio. Vemos el gusto por lo exótico, la pasión que genera el otro, lo diferente que rompe esquemas. Vislumbramos una sociedad de finales del S. XX posibilitada a elegir libremente quien ocupará sus obsesiones, no importando raza ni estrato social. Shandurai se niega, aunque pone la condición de aceptarlo si el libera a su marido. Faltará media hora para que termine la película y acabamos de enterarnos la relación entre el maestro capturado por los militares y la mujer que lloraba en la calle. El pianista se disculpa, lamenta ignorar que ella es casada y se marcha apenado. Ambos comparten celda en el reclusorio de las pasiones. Ella espera que liberen a su marido, él simplemente aguarda tocando el piano. Las identidades enigmáticas van juntándose una con otra hasta desplegar la pasión guardada en el interior. La razón: Kinsky obtuvo el favor de Shandurai cuando libera a su marido. La soledad ha traído un consuelo y ella no tarda en mostrar su agradecimiento; la entrega final descubre en la joven africana un deseo que ya no puede seguir guardado. Se consuman las pasiones y los cuerpos amanecen juntos. El esposo arriba al edificio, el timbre no deja de sonar, la espera ha finalizado. Parece haber llegado tarde.